Era de noche y María Elena estaba dormida cuando sucedió; con ocho meses y medio el mocoso ya quería venir a este mundo. Los dolores empezaron y María Elena no se acobardó ni se amilanó; tomó su cartera, tomó sus llaves y salió a su suerte a la calle pero con el ímpetu y la agallas de un mismísimo soldado espartano en medio de la batalla.
Salió a la calle; eran de madrugada, de madrugada este mocoso malcriado quería nacer. Caminó con calma hacia la avenida que se encontraba casi desolada; pero dicen que los milagros existen y contra todo pronóstico un patrullero de la tan mal vista Policía Nacional del Perú apareció.
—No lo sé jefe, me voy a parar.
—Señora, ¿qué pasa?, ¿necesita ayuda? —exclamó el capitán Cáceres.
—Se viene mi hijo. Se viene mi hijo —respondió María Elena con premura.
—¡Suba!, ¡suba!, señora —dijo Cáceres.
Y por primera vez en mi vida me sentí orgulloso de la Policía, qué labor tan noble, no los pueden reprimir por cobrar una coimita de vez en cuando, o de andar mareaditos en sus patrulleros. Cualquier día por andar persiguiendo malhechores les cae un disparo y ¡zaz!, se les escurre la vida de las manos, se van quedando sin fuerzas y se van desvaneciendo en el frío asfalto de la calle desafortunada.
—¡A la maternidad pues! ¡A la maternidad de Lima! ¡Avance!, ¡arranca!
María Elena era una mujer de armas tomar y no iba a permitir que ese mocoso malcriado, prepotente, inoportuno, y precoz llegue a la vida en una patrulla de la honorable Policía Nacional del Perú.
Eran tiempo difíciles en el Perú y el rimbombante nuevo plan de potenciación de la policía aún no había llegado a estos dos audaces efectivos por lo que, como nadie se esperaba, el motorcito bullicioso y petroleró murió.
—Más respeto Gómez. ¡Más respeto con la señora carajo!
—Voy a llamar por radio, mi comandante.
—¡Qué radio ni nada! ¡Bájese y pare un taxi! ¡Apúrese! No se preocupe señora; le doy mi palabra de que todo va a salir bien.
No importa cuán espartano seas, un parto es un parto, y esto le estaba pasando factura a María Elena quien ya empezaba a asustarse porque el tiempo pasaba y la vida no podía estar, aparentemente, más en su contra.
—Tenemos una emergencia y no hay patrulla. Hay que llevar a una señora a la maternidad porque se viene su hijo.
—¡Gómez!
—¡Sí mi capitán!, que venga la señora.
María Elena se paró, se quejó, se subió al asiento de atrás y miró al taxista con desconfianza, agarró con ganas sus pertenencias y, al parecer, se resignó de su suerte. Esto lo notó Cáceres y como buen oficial no lo ignoró.
—¡A sus órdenes mi capitán! —En unísono el taxista y Gómez.
Y esta fue la segunda vez en mi vida que me sentí orgulloso de la Policía. Pero al lado de María Elena los dos agentes eran un par de pusilánimes cobardes y facilistas. Ella había sido paciente público de tal espectáculo de mala suerte y cosas del destino. Pero desde ya María Elena le daba a entender a este mocoso malcriado que él haría lo que ella dijera y no lo que él quisiera hacer y así el niño lo entendió.
Un taxista, un agente de la Policía, un niño caprichoso que aún no nacía y María Elena juntos viajando raudamente por la vías húmedas, gloriosas, malaventuradas de la cuidad y luego de algunas y otras vicisitudes que en esta historia no contaré todos llegaron a la Maternidad de Lima.
La recibieron en camilla enfermeros y enfermeras listos para la acción —no puedo negar que uno que otro parecía poco sobrio por el efecto secundario de las tazas de café propias de los nuevos que quedan de guardia durante las noches hospitalarias— y luego de una laboriosa, gloriosa y larga jornada; un sábado siete del mes de Otubre del año 1995 nació un suertudo, robusto, saludable, querendón, amable, bonachón, buena gente, iluso, gracioso y muy buen mozo muchacho llamado, hoy en día, Valentino. Gracias, totales.
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