El gato Pardo vivía en una quinta Victoriana allá por los 1860 en los albores del Perú independiente. Era muy viejo y tenía un maltrecho aspecto, era lento y parecía muy inteligente, era de color marrón claro y tenía un ojo verde y el otro, extrañamente, azul. Este, siempre posado sobre la gruta construida varios años atrás de San Martín de Porres, observaba con marcada misantropía a todos los integrantes de esta quinta, como si los controlara, como si los supervisara.
Nadie era el dueño de gato Pardo, tampoco nadie sabía de dónde había venido y nadie sabía si Pardo era su nombre o se lo llamaba así porque era, propiamente dicho, pardo. El gato Pardo recibía sus viandas de la caridad de los humildes habitantes de la quinta y, durante la noche, este nunca estaba sobre el lugar habitual. Tampoco se le había visto dormir ni maullar, parecía parte de la gruta, sosegado sobre la roca húmeda y verdosa del sacrosanto rincón.
Había una extraña mujer que cada cierto tiempo venía a visitarlo, lo miraba, lo acariciaba, y luego, así como aparecía, desaparecía. Tampoco nadie sabía quién era ella y a nadie le importaba, los esfuerzos de las personas estaba en comer y trabajar.
Cierto día, al anochecer, se oyó un maullido doloso, de dolor, corto y seco. Por supuesto, nadie se tomó la molestia de salir qué había ocurrido, nadie se preocupó por un gato. A la mañana siguiente, al salir de la quinta, los habitantes, sorprendidos, encontraron al gato Pardo muerto y frío sobre los mosaicos rústicos del la calle recorrida por viejas y escandalosas carrozas.
Fue entonces que se decidió enterrarlo, él, como integrante del lugar, se había ganado un lugar en el misero corazón de cada uno de los habitantes que a pesar de su notoria indiferencia lo habían tenido presente. Un joven se dispuso a cavar un pequeño agujero y ahí se lo dejó para que pasé al otro mundo. La historia habría quedado ahí si es que algo extraño no hubiera pasado.
Al día siguiente del defectuoso sepelio, y entre el asombro de todos, durante la mañana húmeda y encima de la gruta, el gato Pardo había amanecido, posado, tranquilo, ensimismado y apacible sobre la imagen del santo. Parece que nadie quiso saber lo ocurrido, nadie se lo preguntó, nadie decidió indagar y de eso no se volvió a hablar. Solo una persona trató de saber qué ocurrió, no había duda de que era el gato Pardo pero ¿cómo este había logrado sobrevivir, o mejor dicho, revivir?
Al atardecer, esta persona, en su desesperado intento por la verdad, por el secreto que el viejo felino ocultaba, lo tomó con gran delicadeza y al rodear sus manos entre su gollete, lo apretó y de un modo seco, acabó y apagó la vida del misterioso animal. Lo envolvió en un costalillo de arroz y lo enterró lejos.
Esto fue inútil ya que el gato apareció, una y otra vez ante cada vehemente intento de asesinato. No importa lo que él hiciera, cada vez el gato Pardo retornaba y aparecía ahí, sin recelos, sin rencores, sin miedo a su agresor.
Es graciosa la razón por la cual les cuento esto, hace unas noches, mientras veía la insípida televisión, el gato Pardo entró por mi ventana, me vino a visitar, se posó sobre la cola del viejo aparato y desde ahí me observo. ¡Oh!, viejo amigo, has venido a verme, mucho tiempo ha pasado desde la última vez y ya te había extrañado. ¿Cómo sé que es el gato Pardo? Simple: los ojos de la víctima y sus secretos revelados durante la noche enloquecida son imborrables ante la mente de fiel y eterno ejecutor.