Es
bien sabido por mí que Katrina ha demostrado un nivel de hipocresía
increíble. Esto no me preocupa ni afecta en lo más mínimo. Sé que ella
me es infiel, me es infiel de todas las maneras posibles, pero eso solo
ella y yo lo sabemos. Ella sabe que yo sé y pues hemos hecho un pacto
tácito, insano, podrido, de fingir que nada ocurre, de llevar la fiesta
en paz, al fin y al cabo yo también lo he sido, aún lo soy, y muy
probablemente lo seguiré siendo. Ahora bien, ustedes podrían
interrogarse por sobre qué recita esta historia y cómo llegué a esta
situación tan, aparentemente, contraproducente. Y eso es algo que me
propongo contar en las siguientes líneas.
Corría
el año 2010, yo cursaba el noveno ciclo de Derecho en alguna
universidad de renombre de la cuidad y pues ahí la conocí. Llevábamos
Derecho Tributario III, yo por primera vez, y ella, por segunda o quizá
tercera vez. Las amistades fluyeron y fue así como emprendimos un
noviazgo calenturiento y encaminado a los excesos - siempre los dos,
disfrazados de ovejas blancas del rebaño - que luego pasó a ser una
relación un tanto menos exaltada y desenfrenada.
Tiempo
antes de conocerla, en ese curso de satanás, Katrina había sido,
expresamente, y sin obviar la parte legal, borrada de la lista de
herederos de su abuelo materno por pedido de su madre, quién había
observado en ella a un borrego camino al matadero de la vida. La señoras
Montes, quien, con amplísima sabiduría de vieja estirada, no había
sabido cómo criar a niña tan caprichosa, no tuvo mejor idea que
amenazarla con dejarla en la completa ruina si no le ponía dos centavos
de orden a su vida. Al principio resultó ser una mala idea y Katrina,
más allá de comprender que todo se estaba yendo al carajo en su vida y
que esto seguiría así si ella no cambiaba, decidió emprender una
encarnada guerra contra sus padres, quienes aún, desde luego, la acogían
en casa. Pero luego, esta afrenta sería vista como el motor de un
aparente cambio.
En
esta parte de la historia aparece este humilde servidor: el noviazgo
fogozo y desenfrenado para luego pasar a ser uno lento, pasivo,
tranquilito y bien apaciguado. La vida de excesos no es lo mío así que
lo alocado no duró mucho gracias a mi esfuerzo. Prontó pensé lo mismo
que la madre de Katrina: "Esta desgraciada se está yendo de cara a la
vida derrochadora y englobada en el dinero de ajeno". Tomandas mis
cartas en el asunto y con toda la buena intención del mundo de mi parte,
mi accionar tuvo efecto en ella y al parecer, mis métodos eran más
efectivos que los hostiles métodos de sus padres y, finalmente, Katrina
decidió portarse como niña buena. Se compró varios dólares de orden y se
encaminó en el camino de la responsabilidad.
Sus
padres, desde luego, quedaron encantados por el logro que yo,
aparentemente, había logrado. Y fue así como me convertí en el engreído
de la familia. Por supuesto, mis intenciones de hacerle notar a ella que
no estaba haciendo las cosas de la mejor manera no estaban acompañadas
de ningún motor malicioso ni mucho menos. Las cosas tomaron un curso por
menos excepcional, Katrina fue integrada, nuevamente y por orden de su
madre —quien a estas alturas ya era la mandamás del condado puesto que
su padre no era más que un papanatas sacolargo y babosón que le decía sí
en todo a su esposa porque creo que era un... buen tipo—, a la listas
de los documentos que acreditaban su "regeneración" y le daban derecho a
una cuantiosa, jugosa, enloquecedora, parte de la fortuna de su abuelo
que, a decir verdad, ya estaba más allá que acá. Este mérito logrado por
mí no sería sino también recompensado, siendo mi nombre puesto en la
ampulosa lista de los deseos. El plan fue bien simple: me hago al
avergonzado, al que no era para tanto, al que no desea estar ahí, los
endulzo con la cortesía del bufón de castillo que manejo bien y listo,
mi sillón estaba acomodado.
No
había, sin embargo, advertido, que esto sería una atadura casi tan
engorrosa como un matrimonio consumado por el mismísimo Jesús santo hijo
de Dios y amante encubierto de la bienaventurada María Magdalena, amén.
El hecho era que, en cierto modo, yo había sido el elegido por la
familia para estar, el resto de mi vida, en deuda con ellos por figurar
en la lista de ganadores y; Katrina, del mismo modo, y aunque pareciese
que sus padres (de hecho solo su madre) le habían otorgado su confianza,
esto no era así y pues existía un pacto bajo la mesa, con dinero de por
medio que ella y yo percibíamos mensualmente, que consignaba nuestra
unión como seguro de que ella no se decarrilaría y yo sería su ancla a
tierra firme como ya lo había demostrado ser todo este tiempo.
Al
tiempo confirmé este pacto con el cotilleo de las tías entrometidas,
las cuales tenía encantadas, que me alcanzaron ciertos pasajes de las
conversaciones madre-hija. Katrina había sido, sutilmente, advertida de
las consecuencias de hacerme alguna jugarreta que motivara mi
alejamiento. Pues, su madre, como toda una de estas conservadoras del
antiguo Lima ya la había "amarrado" por todos los días de su existencia y
hasta el mismísimo día del juicio final, a mí.
Es
así como llegué, llegamos, ella y yo, a una situación en donde,
evitamos a toda costa perder el benefacto monetario por parte de su
madre. Fue así como, llegada la relación a su ocaso que anunciaba el fin
del chiste, montamos la clase magistral de actuación con la que Pablo
Saldarriaga sueña cada noche. Mantenemos hasta hoy la imagen de pareja
perfecta que mensualmente recibe sus beneficios monetarios, que
semanalmente lleva los enseres para el almuerzo dominguero, en donde las
preguntas sobre matrimonio no hacen esperar y son sagazmente esquivadas
cual ladrón de cuatro esquinas que esquiva transeúntes y hombre de la
ley por nosotros, como si nos leyeramos las mentes, mentes maliciosas en
busca de dinero que trabajan para el mismo fin.
Al
fin y al cabo lo que queda es esperar el hecho que nos libere de este
show, de esta patraña benefactora de la codicia que llevamos en hombros.
Nuestros cálculos han sido erróneos hasta el momento, Katrina y yo,
seguimos en el show de la pareja perfecta por tiempo indeterminado ya
que cada vez que el abuelo está por dar el salto, por dar el pasito,
llega Jesús, todos sus santos, el mejor médico de Estadosunidoslandia a
darle más tiempo con nosotros y esa herencia no se reparte a la parejita
feliz, la que, en los 3 primeros segundos de el sensible fallecimiento
del vejestorio, se separará de la forma más absurda y se irá, cada quien
y sin hijo ni matrimonio de por medio, con un buen pan bajo el brazo.