domingo, 14 de agosto de 2016

La plazuela.

Era un tarde que pronto se convertía en noche, recuerdo que había bajado algo de niebla y la humedad estaba a flor de pie. La plazuela que estaba conformada en su mayor parte de veredas atravesadas por rajaduras y asientos de madera e hierro era parte mi de ruta hacia casa y mientras caminada y la niebla se hacía menos densa a mi alrededor divisé a los lejos una silueta, era un tipo, parado ahí, en medio del lugar. A medida que me acercaba, noté que también había una chica exactamente frente a él, ellos estaban ahí, uno frente al otro en medio de la plazuela, bajo luces amarillas y rodeados de suave niebla.

Oh, el amor, pensé yo. Cosa tan extraña, creo que pocos o nadie lo entiende. Y por un instante sentí esa tersa pero insana envidia que llevo en el corazón desde hace unos años pero que siempre es consolada por el hecho de que algún día, esas parejas felices del mundo, terminarán. No intentaré defenderme, soy un malvado.

Pero qué equivocado estaba. Ellos estaban uno frente al otro y solo estaban agarrados de una mano. La mano libre de ella se acercaba al rostro de él en un intento de borrar el hilo de lágrima en su mejilla y que proyectaba la luz amarilla del lugar. Ella lo está dejando, lo está terminando ―pensé. Es extraño cómo una una larga historia entre dos personas termina en un plazuela, a los ojos de un curioso que pasaba por ahí. Vamos hombre, sé fuerte, no pasa nada, ¿por qué dejas salir esa lágrima frente a ella?, eso no es nada caballeroso, hidalgo pantalonezco. Eso no se hace, no importa cuánto uno lo sienta, uno no le puede hace eso a la otra persona, no es justo, la vida es así y todos nos tenemos que aguantar.

Solo miré un instante, y en ese instante pude captar lo que sucedía, simplemente eso, el desamor. Parece ser que este es mucho más simple que su contrario, la cosa ya no respira, ya no pasa nada, ya estás de salida. Y entonces la ligera envidia que sentía se desvaneció, aún así, en mi malicia, una leve sonrisa se apoderó de mi rostro solo un instante. 

Mientras seguía mi camino volví a regresar la mirada, ella lo había soltado y se empezaba a girar para alejarse. A todos les ha pasado pero no a todos nos echan una mano. Me acerqué, y solo alcancé a decirle "ni modo, hermano, la vida sigue" y a darle unas palmadas en la espalda. Yo no esperaba una repuesta ni mucho menos pero a veces menospreciamos el poder de un acto tan simple. El tipo me miró y dio un suspiro, "tienes razón, carajo, tienes toda la razón", se ajustó la mochila al hombro y en la niebla desapareció.


lunes, 2 de mayo de 2016

Con un buen pan bajo el brazo.

Es bien sabido por mí que Katrina ha demostrado un nivel de hipocresía increíble. Esto no me preocupa ni afecta en lo más mínimo. Sé que ella me es infiel, me es infiel de todas las maneras posibles, pero eso solo ella y yo lo sabemos. Ella sabe que yo sé y pues hemos hecho un pacto tácito, insano, podrido, de fingir que nada ocurre, de llevar la fiesta en paz, al fin y al cabo yo también lo he sido, aún lo soy, y muy probablemente lo seguiré siendo. Ahora bien, ustedes podrían interrogarse por sobre qué recita esta historia y cómo llegué a esta situación tan, aparentemente, contraproducente. Y eso es algo que me propongo contar en las siguientes líneas.

Corría el año 2010, yo cursaba el noveno ciclo de Derecho en alguna universidad de renombre de la cuidad y pues ahí la conocí. Llevábamos Derecho Tributario III, yo por primera vez, y ella, por segunda o quizá tercera vez. Las amistades fluyeron y fue así como emprendimos un noviazgo calenturiento y encaminado a los excesos - siempre los dos, disfrazados de ovejas blancas del rebaño - que luego pasó a ser una relación un tanto menos exaltada y desenfrenada.

Tiempo antes de conocerla, en ese curso de satanás, Katrina había sido, expresamente, y sin obviar la parte legal, borrada de la lista de herederos de su abuelo materno por pedido de su madre, quién había observado en ella a un borrego camino al matadero de la vida. La señoras Montes, quien, con amplísima sabiduría de vieja estirada, no había sabido cómo criar a niña tan caprichosa, no tuvo mejor idea que amenazarla con dejarla en la completa ruina si no le ponía dos centavos de orden a su vida. Al principio resultó ser una mala idea y Katrina, más allá de comprender que todo se estaba yendo al carajo en su vida y que esto seguiría así si ella no cambiaba, decidió emprender una encarnada guerra contra sus padres, quienes aún, desde luego, la acogían en casa. Pero luego, esta afrenta sería vista como el motor de un aparente cambio.

En esta parte de la historia aparece este humilde servidor: el noviazgo fogozo y desenfrenado para luego pasar a ser uno lento, pasivo, tranquilito y bien apaciguado. La vida de excesos no es lo mío así que lo alocado no duró mucho gracias a mi esfuerzo. Prontó pensé lo mismo que la madre de Katrina: "Esta desgraciada se está yendo de cara a la vida derrochadora y englobada en el dinero de ajeno". Tomandas mis cartas en el asunto y con toda la buena intención del mundo de mi parte, mi accionar tuvo efecto en ella y al parecer, mis métodos eran más efectivos que los hostiles métodos de sus padres y, finalmente, Katrina decidió portarse como niña buena. Se compró varios dólares de orden y se encaminó en el camino de la responsabilidad.

Sus padres, desde luego, quedaron encantados por el logro que yo, aparentemente, había logrado. Y fue así como me convertí en el engreído de la familia. Por supuesto, mis intenciones de hacerle notar a ella que no estaba haciendo las cosas de la mejor manera no estaban acompañadas de ningún motor malicioso ni mucho menos. Las cosas tomaron un curso por menos excepcional, Katrina fue integrada, nuevamente y por orden de su madre —quien a estas alturas ya era la mandamás del condado puesto que su padre no era más que un papanatas sacolargo y babosón que le decía sí en todo a su esposa porque creo que era un... buen tipo—, a la listas de los documentos que acreditaban su "regeneración" y le daban derecho a una cuantiosa, jugosa, enloquecedora, parte de la fortuna de su abuelo que, a decir verdad, ya estaba más allá que acá. Este mérito logrado por mí no sería sino también recompensado, siendo mi nombre puesto en la ampulosa lista de los deseos. El plan fue bien simple: me hago al avergonzado, al que no era para tanto, al que no desea estar ahí, los endulzo con la cortesía del bufón de castillo que manejo bien y listo, mi sillón estaba acomodado.

No había, sin embargo, advertido, que esto sería una atadura casi tan engorrosa como un matrimonio consumado por el mismísimo Jesús santo hijo de Dios y amante encubierto de la bienaventurada María Magdalena, amén. El hecho era que, en cierto modo, yo había sido el elegido por la familia para estar, el resto de mi vida, en deuda con ellos por figurar en la lista de ganadores y; Katrina, del mismo modo, y aunque pareciese que sus padres (de hecho solo su madre) le habían otorgado su confianza, esto no era así y pues existía un pacto bajo la mesa, con dinero de por medio que ella y yo percibíamos mensualmente, que consignaba nuestra unión como seguro de que ella no se decarrilaría y yo sería su ancla a tierra firme como ya lo había demostrado ser todo este tiempo.

Al tiempo confirmé este pacto con el cotilleo de las tías entrometidas, las cuales tenía encantadas, que me alcanzaron ciertos pasajes de las conversaciones madre-hija. Katrina había sido, sutilmente, advertida de las consecuencias de hacerme alguna jugarreta que motivara mi alejamiento. Pues, su madre, como toda una de estas conservadoras del antiguo Lima ya la había "amarrado" por todos los días de su existencia y hasta el mismísimo día del juicio final, a mí.

Es así como llegué, llegamos, ella y yo, a una situación en donde, evitamos a toda costa perder el benefacto monetario por parte de su madre. Fue así como, llegada la relación a su ocaso que anunciaba el fin del chiste, montamos la clase magistral de actuación con la que Pablo Saldarriaga sueña cada noche. Mantenemos hasta hoy la imagen de pareja perfecta que mensualmente recibe sus beneficios monetarios, que semanalmente lleva los enseres para el almuerzo dominguero, en donde las preguntas sobre matrimonio no hacen esperar y son sagazmente esquivadas cual ladrón de cuatro esquinas que esquiva transeúntes y hombre de la ley por nosotros, como si nos leyeramos las mentes, mentes maliciosas en busca de dinero que trabajan para el mismo fin. 

Al fin y al cabo lo que queda es esperar el hecho que nos libere de este show, de esta patraña benefactora de la codicia que llevamos en hombros. Nuestros cálculos han sido erróneos hasta el momento, Katrina y yo, seguimos en el show de la pareja perfecta por tiempo indeterminado ya que cada vez que el abuelo está por dar el salto, por dar el pasito, llega Jesús, todos sus santos, el mejor médico de Estadosunidoslandia a darle más tiempo con nosotros y esa herencia no se reparte a la parejita feliz, la que, en los 3 primeros segundos de el sensible fallecimiento del vejestorio, se separará de la forma más absurda y se irá, cada quien y sin hijo ni matrimonio de por medio, con un buen pan bajo el brazo.