De aquí a un tiempo, conocí, un 14 de febrero, fecha chiclé, a quien en este lugar llamaremos Karina,
En aquellas épocas asistía a las clases de francés a las dos de la tarde, corría un gran verano, de esos que calientan el corazón. La primera vez que la vi, durante la salida, un cruce de miradas ocurrió y, aunque nuestras aulas no coincidían y mucho menos las amistades, algo ahí ocurrió.
Coincidimos un 14 de febrero en el transporte público, no sin antes un efímero acercamiento anterior lleno de sonrisas firmadas por mis bufonerías. Ella me contó parte de lo que yo quería saber; yo, por otro lado, no tenía ni la más mínima intención de decirle nada sobre mí. No me interesa, no me llama la atención, de dónde vengo y a dónde voy es una parte de mis historias que no está en mis planes comentar, al menos no hasta que se llegue a buen recaudo.
Tiempo después, empezamos a frecuentarnos en muchos momentos, yo era, hasta esos días, una roca pero, eventualmente, dejaría de serlo pero no ante la llegada de Karina sino de alguien que en breve apareció ese mismo verano. Ella era interesante, era de grato platicar, algo que no es muy frecuente en las muy honorables damas jóvenes de los días que corren porque, si algo aprecio sobremanera, y creo mencionarlo a menudo, es la habilidad de las personas por mantener una cháchara interesante pues, se me hace totalmente denso tener que platicar con personas que mucha sagacidad no tienen en mente.
Ella no supo por qué me fui, yo sí: me fui por idiota. No lo lamento, fui egoísta, como todos, pero, naturalmente, mi extinta capacidad de ser una roca me llevó a hacer lo correcto.
Tiempo después Karina dijo cosas que yo creía que no diría pues, cualquiera, excepto yo y unos cuantos más, se guarda sus monedas al ver que el barco se está hundiendo, ella no. Ella puso todo sobre la mesa y yo pateé el tablero. No sé, querida, ese es un baile que bailarás sola.