sábado, 22 de febrero de 2014

1997

Marcelina era madre de dos niños y ya se venía el siguiente. A los dos primeros los había dado de pie, los había dado como ella sabe pero este tercero era caprichoso. El tercero se había puesto la corbata, se había puesto majadero, se había puesto malcriado. 

 Señora no se preocupe, nosotros la ayudamos. dijo la asistenta social

Marcelina no confiaba en ellas, ni en la bola de personas con chaleco naranja que había llegado de la capital. 

 ¡No mamay!, ¡aquicito no más!, ¡aquicito no más! decía Marcelina, pero la asistenta insistió.

 Señora, se va a poner mal, suba, rápido, de una vez

Se llevaron a Marcelina en una camioneta, saltando y dando galopes a través de la trocha. 40 minutos tardaron en llegar a la posta, los 40 minutos más terroríficos en la vida de Marcelina.
La llevaron a una salita pequeña, pintada de celeste tétrico que asemejaba a muerte y junto a unos doctores que jamás le dijeron nada. La metieron en una cama y el trámite empezó, Marcelina desmayó y horas después despertó. 

 ¿Qué van a hacer mamita? ¡Asi no más, ya me voy a mi casita, denme a mi wawa !¡No hagan eso! 

 Solo te vamos a hacer una limpieza, no te pongas necia y firma aquí. 

 ¿Qué es esto? ¡Yo no leo mamay! ¡Yo no leo! insistió Marcelina—. 

 ¡Solo pon tu nombre y no jodas, hazlo o no tendrás a tu bebé! 

 ¿Qué es esto mamay? ¡No entiendo nada! 

 Si no fueras tan ignorante sabrías lo que es, ¡firma!

Marcelina firmó a la fuerza. No sabía qué era eso, solo puso, de forma paupérrima y deficiente, su nombre, y mientras terminaba de firmar le acercaban un tubo transparente a la boca. La sedaron, la durmieron y prosiguieron. Marcelina había despertado unas horas después, aún tenía lágrimas en los ojos, y ahora el dolor era mayor en su vientre. 

 ¿Dónde está mi urpi, mi wawita?, ¿dónde está mi churi?, ¡Justino! ¿Qué ha pasado? 

— ¡No lo sé Marci!, ¡no lo sé!, ¡perdóname por favorcito!, ¡perdóname!

Le reclamaba a su esposo que acababa de llegar. Tenía la esperanza de que él supiera qué estaba pasando, de que él supiera qué era ese papel que acababa de firmar, pues él era el que sabía leer. Ninguno sabía lo que había pasado, ninguno sabía qué le habían hecho a ella ni a su niño.
Marcelina había sido parte del "Plan de salud pública" del gobierno de Alberto Fujimori en el año 1997. A ella y a muchas otras mujeres de zonas rurales del país se les había quitado el don de la vida, se les había quitado el derecho a elegir, se les había quitado casi toda la dignidad.
Fujimori no quería acabar con la pobreza, Fujimori quería acabar con los pobres.






viernes, 14 de febrero de 2014

À la recherche du temps perdu.

Había aprendido a ser seria desde pequeña, y a sus cortos 16 años parecía ya una sabia, una tipa con los pies en la tierra, una persona que sabía lo que quería y lo lograba porque ella lo decidía así. Era muy diferente a las demás chicas de su edad y su apariencia inocente y mente maquinadora le había dado muchas cosas buenas, resultaba, funcionaba y esa mezcla no la iba a dejar jamás.
Le apasionaba escribir, escribía como los grandes. Escribía como los verdaderos hombres y mujeres abocados a escribir, no como el que está tecleando estas lineas. Pero a pesar de su gran talento nunca nadie había leído sus escritos. Se los guardaba, se los guardaba para ella sola. Nadie sabe con exactitud por qué, quizás porque las personas descubrirían que detrás de esa figura lozana e inocente existía una gran mente sagaz, suspicaz y amenazable que se escondía de la luz o porque en esos escritos había demasiado de ella y eso le hacía sentir vulnerable. Cuando uno escribe es inevitable dejar algo de sí mismo, es inevitable dejar pistas de lo que uno es, de lo que uno piensa y de lo que hay muy en el fondo de uno y eso ella lo sabía perfectamente. 
Faltaban varias semanas antes de que el verano termine y el chico "À la recherche du temps perdu"  había regresado, había reaparecido y con él, las ganas de ella de querer más. Pasaron los días y retomaron las absurdas, largas, pero aún así, entretenidas conversaciones sobre cosas sin sentido, cosas sin fin, cosas que nadie sabe de dónde salieron. Ellos sabían cómo esquivar, escapar, y sortear un comentario sin salida, lo hacían muy bien y la única razón por la cual cesaban era la caída de la noche. El sonido de grillos y demás criaturas nocturnas que acampaban fuera de la ventana en el pequeño jardín de la calle barranquina anunciaban el final de la jornada y, en contra de sus voluntades, era hora de terminar. 
Los dos eran algo diferentes, pues no compartían gran cantidad de cosas, pero como dicen por ahí: "Un rompecabezas no se arma con partes iguales, sino complementarias" y esto, por supuesto, no era para nada problema. Solo había algo que ellos, independientemente el uno del otro, amaban: "Quelqu'un m'a dit" de Carla Bruni. La vida era mejor cuando ese tema sonaba. La vida era mejor cuando esa canción sonaba y los dos la intentaban cantar en francés maltrecho, francés que solo ellos, novatos en la lengua, podían entender. 
Los días pasaron, las tardes llegaron, los bichos sonaron detrás de la ventanas y aún así ellos seguían iguales. No pasaba el tiempo, no se perdía ni un peñique de interés, de sentimiento, de apego, apego que se sobreentendía pues ninguno había dicho nada, ninguno se había atado, ninguno había preguntado ni insinuado nada, pues todo estaba sobreentendido, pues todo estaba premeditado.
Terminó el verano y el chico "À la recherche du temps perdu" se había ido, había desaparecido así como desapareció hacía unos meses atrás. Nada fue claro. Los arrepentimientos no tardaron en llegar y las preguntas que no se hicieron se quedaron en el camino. Lo absurdo, absurdo era y se debía acabar en segundos, sin meditación, sin salidas, sin escapes, sin desperdiciar palabras. Los bichos chillaban, sonaban, molestaban, eran molestos y había llegado la hora de desaparecerlos, callarlos, silenciarlos, exterminarlos. El jardín se marchitó, se puso amarillo, se murió. Lo diferente era peligroso, complicado, lo diferente era una amenaza de lo conocido, lo establecido, y lo bien sabido. El francés era difícil, ininteligible, invocalizable, insospechable e insoportable. Lo bueno dejo de serlo y devino en el recuerdo de lo que no pasó, de lo que no existió. El tiempo pasó raudo, monótono, igual, rutinario, lo sobreentendido se desentendió totalmente y lo vivido se difuminó rápidamente. 
Se había ido y había que recoger lo que quedaba, ocultar lo que sobraba y maquinar como se debía. Había que ir en busca del tiempo perdido.